-monumento a la nada-

Un laberinto sin salida. Así era su vida en aquel momento. Estaba completamente desorientada, perdida, no sabía lo que quería, qué era lo que realmente le apetecía hacer. Vagaba por las calles sin rumbo. No sabía a donde iba. Todas las calles llevaban a ningún lugar, a la nada. Eran calles vacías, en las que nunca había nadie, ningún letrero o indicador, nada que pudiera indicarle qué dirección debía seguir. Beatriz seguía vagando sin rumbo. No sabía a donde quería llegar. Sólo sabía que allí no había nada. Sin embargo, ella seguía buscándolo. ¿El qué? No lo sabía. No recordaba como llegara a sumergirse en un laberinto tan profundo, tan irracional, tan carente de lógica. Pero le gustaba. Había algo seductor en él que le hacía adentrarse en él. Como ella. Todas sabían que el corazón de Beatriz era un laberinto, pero aún así se habían adentrado en él. Ella las advirtió, pero no quisieron escucharla. Y salieron heridas, desorientadas. Beatriz no podía evitarse sentirse culpable de sus heridas. Aunque su corazón era un laberinto, no estaba vacío como éste. En el suyo había besos, caricias, promesas de un amor infinito, pero ellas no fueron capaces de hallarlas. Y ahora Beatriz también dudaba de su existencia. Tenía miedo de ser insensible, de ser una roca. Estaba desorientada. Quería que alguien encontrara de una vez por todas todo ese amor que estaba guardando en su interior. Que la hiciesen sentir, que la hiciesen amar. Que le hiciesen ver que la vida no era un laberinto. Y sin darse cuenta, había mucha gente próxima a encontrar ese tesoro que guardaba en su interior.

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